Periné, glúteos y espalda. Una relación de tres: mi pareja, su dolor y yo

Soy pareja de una persona que ha sufrido dolor crónico durante más de cinco años. El dolor comenzó un día, sin ningún motivo aparente. De algún lado tendría que venir, ¿no? Así que nos pusimos manos a la obra, a empezar a crear hipótesis, una y otra y otra… hasta conseguir tener una “narrativa”, explicaciones más o menos coherentes (al menos para nosotros) de cuáles podrían ser los motivos o causas que desencadenaban este dolor.


Como no teníamos nada claro, empezamos por la causa que considerábamos “más probable” y acudimos a su correspondiente especialista. Sí, a su correspondiente especialista pero… habrá que contrastar lo que nos dice, ¿no? Una segunda, tercera, cuarta opinión siempre puede venir bien. ¿Y qué pasa cuando cada opinión es distinta o cuando ninguna resuelve el dolor? Pues nada, está claro, nos equivocamos de especialista. Sigamos con otras disciplinas, otras técnicas, que seguro que hay una cuestión rara, muy muy rara, que se nos está escapando y no dan con ella. Esto nos lleva a un círculo vicioso, lo sabemos, pero, ¿qué otra opción nos queda?


Lo único que tenía claro en esos momentos era una cosa, y de eso no hay duda, mi pareja se moría, así como suena, sin eufemismos, se moría de dolor y no se lo estaba inventando, su sufrimiento lo veía todas las mañanas, tardes y noches. Estaba ahí, con nosotros, y nos estaba privando de vivir.


Pongamos antecedentes a esta historia. Mi pareja empezó con un dolor en la rodilla, un día después de un trekking por la montaña, uno más de los muchos que hacíamos. Pero pensamos que ése tuvo que ser diferente, porque le empezó a doler la rodilla. ¿Nos habríamos pasado ese día?, ¿habría hecho un mal gesto?… piensa, piensa, ¿qué pasó aquel día para que fuese diferente?


Pasaba el tiempo y el dolor no se iba. Es más, empezó en la otra rodilla, luego en una cadera, luego en la otra, las sacroilíacas… El dolor no paraba de “saltar” de un sitio a otro. Unas veces más fuerte, otras veces más flojo, pero siempre insoportable, limitando nuestras actividades cada vez más.


Médicos, fisioterapeutas, quiroprácticos, acupuntores, incluso alguno que otro chamán… de todo! Al final, acabamos con dos operaciones en las 2 caderas. Después de ellas, a los 6 meses de la segunda operación, ella estaba en el mejor momento físico de su vida. No podíamos estar más contentos, todos aquellos problemas habían terminado, las operaciones funcionaron y volvíamos a hacer de todo.


Qué equivocados estábamos!! Fue un pequeño oasis en el desierto, porque un día volvió el dolor. Así, de nuevo, sin más, el muy … Al principio era un poco, leve, pero las alarmas empezaron a sonar. Y a partir de aquí, una auténtica pesadilla mil veces peor que todo lo que habíamos pasado antes. Comenzó con unos dolores en la zona de las caderas que se extendían a piernas, periné y glúteos. Ella lo describía como ”si le picasen avispas” y otras veces como “si le estuvieran quemando”.


El dolor alcanzaba unos niveles insoportables. Dormíamos apenas dos horas por las noches, y la situación era física y psicológicamente insufrible. Estaba claro, comenzaba de nuevo el peregrinaje por médicos, fisioterapeutas, quiroprácticos, etc.


El traumatólogo que le operó confirmó a través de resonancias que las caderas estaban bien. Lo mismo con la espalda, cervicales y sacroilíacas, nada evidenciaba ninguna alteración. Fue el momento de poner infiltraciones con factores de crecimiento en los glúteos y espalda, sin saber realmente qué es lo que se trataba, pero con una única idea en la cabeza: “vamos a ver si esto mejora los síntomas”. La estrategia era cruzar los dedos y ver si sonaba la flauta.


Nada, entramos en una competición de pruebas y tratamientos, seguido de más pruebas y más tratamientos con las mismas conclusiones, que el dolor seguía ahí y cada vez más fuerte. Venga, más infiltraciones y pinchazos, alguna tendría que funcionar. Que si tenía los metales altos, que si sus nervios estaban atrofiados, que si no sé cuántas más historias para no dormir. Si sabían lo que tenían y se lo trabajaban, ¿por qué nunca funcionaba?, ¿por qué muchas veces nos decían “parece que es no sé qué cosa pero…”? Siempre un pero que no cuadraba del todo!!


Finalmente nos acabaron derivando al neurólogo. Nuestro sentimiento fue de desahucio total. Le hicieron electromiografías, analíticas, más resonancias, y nada, todo lo que salía no explicaba el dolor que tenía. Vivíamos en el día de la marmota, no salíamos de este bucle. La única novedad que teníamos era que nuestro “cuadro clínico” se ponía mucho peor, porque el dolor ya no sólo quedaba en las piernas y caderas, sino que “había subido” a la cabeza, manos y boca, dejando sensaciones raras, algunas veces de calor, otras veces de hormigueo, más picaduras de avispas…


La conclusión final fue que tenía “dolor neuropático”, muy difícil de tratar, que le provocaba tener una sensibilidad muy elevada ante estímulos externos (las sillas mancaban al sentarse, los pantalones picaban como avispas, etc.), por lo que la única solución era tratarlo con opiáceos.


Mi pareja es enfermera, conocía en todo momento de lo que le hablaban y de los efectos de todos los tratamientos que le recomendaban. Evitaba a toda costa tomar los opiáceos, pero no había remedio, o los tomaba o se tiraba por la ventana (y esto no es en sentido metafórico, estábamos más allá del límite). Ahí estaba ella, adormilada y atontada durante unas horas, unos minutos, pero el dolor ahí seguía, se imponía incluso a estas drogas. ¿De verdad?, no nos lo podemos creer, ni nosotros, ni “ellos”.


Nosotros no nos podíamos creer que no hubiera cura para esto que ella tenía, y sobre todo que no hubiera algo que le quitara totalmente el dolor durante unas horas (a estas alturas ya no pedíamos más, total resignación). El problema es que los médicos, lo que no creían era que no funcionase la medicación, eso era imposible, así que nos mandaron directos para el psicólogo porque esto sonaba muy raro.


Al final terminamos con un diagnóstico de “fatiga crónica”. La explicación fue que uno de los síntomas era cansancio (de ahí lo de fatiga), y que esta fatiga la tenía a todas horas (de ahí lo de crónica) ya que todo el día estaba agotada al soportar esos niveles de dolor. ¿?¿?¿? Eso ya lo sabíamos!! La definición y los efectos los conocíamos estupendamente, llevábamos viviendo con ellos muchos años, pero, ¿la causa?, ¿el remedio? Toma opiáceos o bien implántate un electroestimulador en el cerebro para contrarrestar la percepción de dolor.


Y durante este largo paseo por el infierno tuvimos la suerte de caer en la consulta de Maite y María, que junto con Ana, nos espabilaron en muy poco tiempo. ¿Cómo? Haciéndonos estudiar, leer y reflexionar para comprender que si el problema no era físico, si no había ningún daño por ningún lado (una vez que nos habíamos hecho mil y una pruebas), pues que no sigamos tercos buscando en la misma dirección, que tendría que venir de otro lado, de nuestro querido cerebro.


Escribo para agradecerles todo lo que han hecho (y siguen haciendo) por nosotros. Quiero que sirva para que sepan que nos han salvado la vida. Por tanto, espero que puedan imaginar, aunque solo sea un poquito, lo que nosotros sentimos, cuánto les admiramos, el cariño que les tenemos, y la gratitud por todo su trabajo y cómo se han portado con nosotros. De verdad, no tengo palabras, ya que si profesionalmente creo que es admirable cómo abordan casos como el nuestro, al ver cómo se implican más allá de la parte profesional, con un trato muy personal y cercano, poco más se puede decir que gracias, gracias, gracias y más gracias. Qué fácil nos lo han puesto!


Me imagino que su trabajo es muy duro por los casos y situaciones a los que se tienen que enfrentar, pero espero que les compense cuando ven a personas evolucionar tan positivamente (cuasi-milagrosa) como ha pasado con nosotros. Me gustaría recordarles que lo que hacen por personas que están en situaciones como la nuestra es directamente sacarnos de un infierno y una pesadilla en la que sin gente como ellas sería imposible, totalmente imposible, salir. Estábamos en un pozo, que cuando parecía que no podía ir a peor, el muy cabrón nos hundía un par de metros más, pero ellas, en vez de darnos una escalera para salir, nos pusieron un ascensor.


De verdad que sigo alucinado y la sonrisa no se me quita (perdón, se nos quita) de la cara cada vez que miramos atrás y vemos la nueva vida que se nos abrió desde que les conocimos. Llegamos a Vitoria totalmente hundidos, perdidos después de muchos años de aquí para allá, removiendo cielo y tierra para entender qué pasaba y siempre con la esperanza de que esto era algo temporal, que de una forma u otra conseguiríamos solucionarlo, como siempre habíamos hecho con otras cosas que nos habían pasado. Era una adversidad dura, pero de una forma u otra daríamos con la solución, era cuestión de ser cabezones y tirar adelante con optimismo, ya que cada día era un día menos para olvidarnos de esta pesadilla. A esta idea me aferraba, era mi «clavo ardiendo» (y juro que ardía pero bien!) y se lo repetía continuamente a mi pareja en los momentos más duros, cuando el dolor realmente nos estaba matando, que no había nada malo, que no sabíamos qué era lo que pasaba, que algo se nos estaba escapando, pero que las cosas «más peligrosas» las habíamos ido descartando, así que no podíamos perder la esperanza y que no había que tener miedo, que esto se iría y se solucionaría. Pero claro, un día tras otro, con un dolor insufrible, durmiendo con suerte tres horas, y con todos los demonios que se te vienen a la cabeza en esos momentos, pues nos había puesto en una situación totalmente límite a los dos, sin duda.


Sabiendo lo dura que es mi pareja, y viendo cómo se quejaba y gritaba de dolor, sabía que era un máximo insufrible para cualquiera. Esto a mi me suponía lógicamente un gran dolor y tristeza por pura empatía de lo que estaba viendo, pero más allá de esto, había dos cosas que realmente eran las que me estaban machacando. La primera, el sentimiento de culpa por no saber resolver esto, por no ir poco a poco al menos mejorando la situación, sino un sentimiento total de ir dando palos de ciego, de médico en médico, sin poder ayudarle. Este sentimiento de impotencia, o en ocasiones incluso de hacer algo que aún le pudiera perjudicar más (acudir a una cita de médico cuya respuestas le metieran aún más miedo o incertidumbre; cualquier cosa que le pudiera decir yo que le pudiese afectar en su estado de ánimo; etc.) realmente es muy duro de afrontar.


La segunda cuestión que me machacaba era la «doble vida» que yo me obligaba a llevar. Es decir, por una parte la vida que llevaba estando junto a ella, intentando sacarle la cabeza de alguna forma del dolor, o al menos servirle de apoyo para lo que necesitara, y por otra parte, la vida cuando me iba a trabajar o estaba con otras personas y no estaba con ella. En estas situaciones, en el trabajo o con otras personas, intentaba aislarme totalmente de la situación que teníamos, comportándome «como siempre», como si no pasara nada, intentando pasarlo bien, pero cuando volvía con ella, el sentimiento de culpa era brutal. Sentimiento de culpa porque ella estaba con dolor 24 horas, y yo había desconectado totalmente en estas situaciones en las que tenía que ir a trabajar o similar.


Entiendo que comportarme así, con estos momentos de «desconexión», para mi han sido fundamentales para luego darle todo el apoyo posible cuando estábamos juntos, y para seguir manteniendo lo máximo posible el optimismo y «seguir trabajando» para salir de esta situación, pero ese sentimiento de culpa, reproche interno o como se quiera llamar… era muy difícil vivir con él (e inevitable, aunque supiera que de alguna forma era necesario para seguir tirando para adelante).


Maite, María y Ana han sido fundamentales. El primer día con Maite fue muy raro. Bueno, para qué engañarnos, el primer día con cada una de ellas ha sido raro. Con Maite el principal recuerdo que tengo es una sensación de que todo lo que nos contaba era puro sentido común, era muy fácil seguirle el hilo, ir cayendo en todas esas cosas preestablecidas que no nos cuestionamos, entender los modelos de aprendizaje, la concepción del dolor, etc. Ese día sustituimos el recelo inicial de «otra clínica más» a un «no sé si esto servirá o no, pero algo en mi cabeza ha cambiado». Mi pareja salió confusa de la primera sesión, pero esa noche por Vitoria estuvo a tope, preguntándose cosas, «chequeándose»… no sé muy bien describirlo, pero estaba claro que estaba muy esperanzada y cenamos y dormimos genial!!!!! Esto de por sí ya fue algo increíble.


Después conocimos a María. Recuerdo perfectamente la cara que le puso mi pareja cuando, nada más saludarnos, María le pidió que se sentara sobre una pelota. En esos momentos cualquier silla era una silla eléctrica con pinchos insufribles para ella, por lo que le fulminó con la mirada. La forma en que se explicaba María, cómo supo conectar con nosotros y cómo nos iba llevando hacia donde quería, la verdad que fue el complemento perfecto a las sesiones de Maite para salir de Vitoria con un desconcierto mental impresionante, pero con las ideas, si no claras, al menos ya enfocadas. Lo que en ese momento sentimos es que confiábamos totalmente en ellas. No sé si nos serviría o no, pero confiábamos.


Las distintas sesiones que hicimos después por videoconferencia, junto con toooooooodo lo que nos mandaron leer, nos sirvió muchísimo. Como digo, nos sacaron totalmente del pozo, pero había por ahí algo que todavía rechinaba. Algo todavía no encajaba del todo, y llegamos a Ana. Hostia (con perdón), cómo salimos de esa sesión en Bilbao! Caminamos la ría varias veces, callejeamos por un lado, callejeamos por el otro, y mi pareja como si se hubiera metido un buen viaje con alguna droga dura, ni hablaba! Salió con una mezcla entre confundida y enfadada, pero totalmente diferente a otras ocasiones anteriores. En vez de hablar conmigo y cuestionarse cosas, salió totalmente muda. Eso sí que no me lo esperaba. Ahora ya sí que parece que eso que todavía no encajaba del todo iba poniéndose poco a poco en su sitio.


¿En qué situación estamos ahora? Mi pareja lleva una temporada ya muy larga contenta, animada, haciendo planes, bailando por casa, haciendo rutas de montaña, esquiando, durmiendo como un tronco, poniéndose la ropa que le da la gana, yendo a trabajar sin problemas ni agobios, quedando con amigos para tomar un vino, cenar o lo que sea en cualquier tipo de silla, taburete o piedra si hace falta, afrontando cualquier situación con mucha más tranquilidad y buen humor… vamos, diría que como era antes, pero creo que no, creo que ahora tiene todo lo bueno de antes más una valoración positiva de todo lo que tiene a su alrededor. En los momentos difíciles nos repetíamos esto, que cuando saliéramos de esta situación y mirásemos para atrás, lo más positivo de todo este periplo sería que valoraríamos todas las cosas de forma diferente, dando más importancia a aquellas que de verdad lo tienen y pasando olímpicamente de otras que realmente no la tienen. Este pensamiento que también formaba parte de nuestro «clavo ardiendo», realmente se ha hecho realidad.


No se nos va a olvidar nunca que cada montaña que caminemos, cada silla en la que nos sentemos, cada noche que durmamos y todos esos estupendos momentos que ya llevamos bastante tiempo viviendo son gracias a ellas. Gracias, gracias, gracias y viva la madre que parió a ellas, a Arturo, a Moseley y a todos los que tiran para adelante de toda esta nueva corriente.

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