El infierno de la migraña

A finales de 2011 me empecé a sentir mal. Todo comenzó con una especie de pinzamiento en la cervicales, que me agarrotaba completamente y me provocaba un dolor que iba subiendo por los músculos del cráneo, de forma que me creaba una especie de casco que me ejercía una enorme presión en toda la cabeza. El dolor era de una intensidad que yo nunca había sufrido tanto y me provocaba mareos y vómitos e, incluso, cuando era demasiado opresivo, mi organismo desconectaba de golpe y me desmayaba.


Durante todo el año 2012, los capítulos de dolor de cabeza fueron más frecuentes, de más duración e intensidad. Cuando, de pronto, sin explicación, notaba que el pinzamiento en las cervicales me sobrevenía, rápidamente cogía el coche, donde estuviera, y me venía para casa. Generalmente, tenía entre una hora o dos para quedar completamente invalidado: mucho dolor de cabeza, vómitos, dos, tres días en la cama sin comer nada, porque lo vomitaba todo, y con esa opresión en la cabeza que prácticamente no me dejaba ni dormir.


A finales de 2012, las crisis eran tantas, tan seguidas y tan intensas que mi jefe, que es buena gente, me recomendó que me cogiera una baja y que me tomara mi tiempo. Fui a mi médico de cabecera, le expliqué lo que me pasaba y ella me dijo que lo mio era una depresión. Yo no lo podía creer porque, claro, tenemos una información sobre la depresión que no se ajusta a la realidad: yo soy un hombre felizmente casado, quiero a mi mujer, con la que llevo ya 27 años, tengo dos hijos fantásticos, tenía un buen trabajo, en el que era bien considerado, me pagaban bien y, además, me gustaba. ¿Cómo iba a estar yo deprimido?


La médico de cabecera me mandó a un psicólogo y me recetó mi primer antidepresivo (Duloxetina)


En enero de 2013, yo seguía de baja. Mi vida había cambiado mucho, porque los dolores de cabeza limitaban completamente toda mi relación social y, desde luego, laboral. Dos días antes de la noche de Reyes, en mi casa, en plena crisis, me incorporé del sillón donde me gustaba hacerme un ovillo viendo la televisión para, al menos, no pensar en nada y le dije a mi mujer: » me duele la cabeza más que nunca».


Y se me apagaron las luces.


Era la primera vez que me sucedía. Me desmayé y, aunque parezca una tontería, sentí enormemente que me pasara delante de mis hijos, por el susto que se llevaron los pobres. Me acuerdo que mi hija, que por entonces tenía cinco años, de vez en cuando me decía: «Papá, no te vas a volver a caer, ¿verdad?». Y eso era algo que me dolía casi más que la cabeza.


Cuando me desperté, estaba tumbado en el salón de mi casa, me había orinado encima, mis vecinos estaban por allí, llevándose a los niños y ayudando a mi mujer a atenderme. Llegó el Samur y me llevaron a La Paz en ambulancia.


Aquel capítulo fue, digamos, el punto culminante de mi primera fase. Lo cierto es que después de dos meses de baja, de psicólogo y pastillas, fui encontrándome mejor, las crisis se fueron distanciando, su intensidad fue bajando hasta el punto de que en febrero, me encontraba bien y decidí incorporarme de nuevo al trabajo. Parecía que, después de un año horrible, 2012, el año en que cumplí los 40 años, todo había pasado.


Durante unos meses estuve bien, mi jefe me encargó un proyecto muy ilusionante para mí, me dediqué a ello y parecía que los dolores de cabeza se habían acabado. Dejé al psicólogo (al que tampoco había ido muy convencido ni tampoco le atribuía mérito alguno en mi curación) y fui dejando las pastillas. Tuve alguna crisis, pero no eran, ni mucho menos, como habían sido, ni me mareaba ni me inhabilitaban. me enchufaba el Zomig por la nariz y al día siguiente ya estaba bien.


Lo que yo no podía sospechar es que el mal seguía en mí y que sólo había remitido un poco, pero estaba latente, como esperando su momento.


Desde julio de 2014 hasta enero de 2017, los dolores de cabeza regresaron con su antigua intensidad, si no más, y acompañados ya siempre de desmayos. Volví al psicólogo y al neurólogo, me volvieron a dar otra pastilla, en esta ocasión el Sibelium, más el Zomig para las crisis, probé, a petición de mi mujer (que siempre estuvo a mi lado, en todo momento), incluso tratamientos alternativos de los que siempre me había reído: reiki, risoterapia, reflexología, curación por medio de piedra y otros métodos a los que siempre he catalogado como vudú y cosas del hechicero de la tribú.


En el verano de 2015, di con un psicólogo que sí me convenció, por fin, de que lo mío era una depresión o casi. Seguía tomando un montón de pastillas y seguía con los dolores de cabeza, pero comenzó poco a poco a tratarme, a aplicarme una restructuración cognitiva. Me convenció de que, precisamente, una persona como yo, librepensadora, inquieta, medianamente culta, era el perfil perfecto para caer en depresión por el desequilibrio de mi autoestima con mi autoexigencia.


Durante estos tres años, dejé de hablarle a nadie de mis dolores de cabeza. Era un agobio mortal: todo el mundo tiene una prima, un cuñado, un conocido… Alguien que tenía lo mismo que tú, pero se hizo acupuntura, se puso un ungüento en la cabeza, fue a la bruja Lola… mil remedios mágicos que me tenían ya, con perdón, hasta los huevos. Y muchos de ellos, me insistían cuando me volvían a ver: ¿Qué tal vas? ¿Probaste lo de tirar los garbanzos a un pozo? ¿No? Pero hazlo, hombre, que mi prima Encarna se curó así y tenía lo mismo que tú». Con esto, además, prácticamente dejé de salir a la calle. Lo justo.


Entre los remedios «mágicos» de los amigos, un día apareciste tú en mi vida. Un neurólogo de Vitoria que vas allá, te da una charla y te cura. Te voy a ser sincero, Arturo: para mí, eras un hechicero de la tribu más. Nunca tuve intención de asistir a tu curso


En septiembre de 2016, yendo a Dortmund, Alemania, para una feria comercial, toqué suelo (hasta me desmayé en el avión y la líe parda). Cuando regresé a Madrid, me metí en la cama y ya no quise salir. Jamás se me pasó por la mente la idea del suicidio, pero ahora sé que ese era el siguiente paso.


Creo que fueron los quince días más duros de mi vida, y ya no por los dolores, que seguían viniendo cuando querían, con mucha intensidad, con desmayos, vómitos, pérdida del control de los esfínteres, convulsiones, es que, además, me sentía avergonzado por quedarme en la cama. No quería que me vieran mis hijos o que pensaran que yo era un vago, que no me quería levantar, que no quería trabajar ni hacer nada. Y la verdad es que no quería hacer nada de nada. Sólo quería que aquello pasase y no sabia cómo. Estaba desesperado.


Mi mujer y mi hermana mayor se confabularon para llevarme a tu curso, aunque yo, como te he dicho, no tenía ninguna fe en ti. Mi mujer, en cambio, sí.


El día antes de irnos a Vitoria, con el hotel pagado y todo, me dio una crisis que a punto estuvo de hacer que mi mujer tirara la toalla, pero mi suegro la convenció de que fuéramos, me dieron una pastilla que me dejó grogui, me cargaron en el coche, los niños también, y nos fuimos a Vitoria a pasar el fin de semana.


Era noviembre de 2016. Cuando llegué el sábado por la mañana a la clínica de tu hija y de tu yerno, estaba hecho polvo y no tenía ninguna gana de estar allí. Como se habían confabulado para llevarme, a mis espaldas, ni me había leído tu libro ni sabía nada de nada de cuál era el vudú o la danza de la lluvia que tú aplicabas.


Ahora, dos años después, cuando escribo esto, no sé qué grado de mi mejoría atribuirte pero, desde luego, gran parte de la culpa de que lleve sin crisis desde enero de 2017 la tienes tú. Y por eso, siempre te estaré agradecido.


Fui a tu curso y me convenciste de que, en verdad, no me pasaba nada y de que es posible enseñar a nuestro cerebro cuando reacciona de forma exagerada ante falsas alarmas, provocando un dolor real, físico, pero que no se corresponde con daño alguno, sino que se anticipa ante la creencia errónea de que hay un peligro. Ese fue mi «karma»: alerta nociceptiva. Desde que fui a tu curso y leí tu libro, empecé a convencerme a mí mismo, cada vez que notaba el pinzamiento en las cervicales, de que se trataba sólo de una «alerta nociceptiva». Informaba yo a mi cerebro de que era una «alerta nociceptiva» y fin del tema.


Cuando volví al refresco, creo recordar que fue en febrero, llevaba más de un mes sin dolor, ya no tomaba ningún analgésico y, poco después, dejé todas las pastillas, todas, salvo la duloxetina que sigo tomando porque mi médico de cabecera no quiere que me quite aún, pero sólo tomo una al día.


Perdona que me haya enrollado tanto, pero he pensado que cuantos más detalles diera de mis «Cefaleas tensionales de alta frecuencia» más real era el testimonio y más útil te puede ser a ti. Desde luego, a mí este largo ejercicio de memoria sí me ha servido para recordarme dónde estoy ahora y dónde estaba hace dos y tres años y, aunque no quiero confiarme ni dar mis cefaleas por superadas, si quiero decirte que ahora estoy muy bien, que vuelvo a tener vida y a trabajar y hasta, a veces, me pagan por mi trabajo y todo.


Y que ha sido gracias a ti. Gracias, Arturo, de mi parte, de parte de mi mujer y de mis hijos. Creo que no te lo había dicho hasta ahora. Te juro que se me están saltando las lágrimas, ahora mismo, mientras escribo mi agradecimiento.

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